jueves, 5 de abril de 2012

De atardeceres y otras menudencias

Cuando el sol se oculta, siempre es un espectáculo, cobra mayor nitidez en el campo, porque se lo puede “digerir” con la mirada y allí aprisionarlo por un buen rato. Especialmente los domingos tienen su encanto particular, porque con el auspicio de la luz se va incendiando toda esa necesidad de sentirse libre hasta  último momento, antes de comenzar la semana laboral.

     Y fue un domingo, al atardecer, observando la puesta de sol, disfrutando del canto de los pájaros, elogiando el trabajo del hornero, escuchando el parloteo de las cotorras que vinieron a mi memoria esas tardes en que, con mis padres, solíamos visitar a los parientes que vivían en el campo. La gente manifestaba auténtica felicidad de encontrarse, de conversar, de preparar suculentas cenas, de sacar a relucir el sabor de lo casero: la comida, el pan, el postre, siempre preparado al arribo de las visitas, como una manera de ponderar el trabajo de la mujer, ya que mientras faenaba un pollo para la cena, preparaba el mate, y preguntaba por los abuelos y los tíos, y la escuela, y comentaba de sus problemas, sus dolores, pero con la sonrisa siempre abierta y sorprendida, acercando el plato con torta de naranjas…; ese calor de hogar que se conservaba de “otros tiempos”, porque siempre los tiempos son diferentes, cada uno goza de la magia que se les otorgue, en especial aquellos que logran traducir las reminiscencias de la juventud, ya que conservan  la frescura de la acicateada memoria, porque mientras se cocía el alimento, el sol  admitía su derrota en occidente, dejando una estela de púrpura casera en el trigo maduro de los campos.

     Llamaba mi  atención el movimiento de la anfitriona, llevaba sobre su impecable pollera un delantal a cuadros, por ellos repartía la alegría del reencuentro, zapatillas cómodas para trabajar holgadamente,  porque las visitas agigantaban la fiesta, porque la familia tenía el valor que correspondía en la escala de los afectos, porque era domingo y era sagrado el descanso y la charla sin tapujos.

     La mujer siempre le otorgó protagonismo a estas instancias, nunca pensó en el cansancio de la semana ni en la indumentaria con que la encontrarían los recién llegados, sino más bien en el abrazo que se prodigarían y en esa sensación de bienestar que sienten dos corazones cuando se estrechan.

     Supongo que a medida que pasan los años, uno cree que todo tiempo pasado fue mejor, por ser parte de la creencia popular o el imaginario colectivo, pero es producto de los recuerdos que llegan a borbotones, y con ellos reaparecen aquellos amores que ya partieron…, aunque creo que ninguna evocación será más poderosa que la nostalgia originada por el aroma que manaba de la comida artesanal que se cocía en la cocina a leña, nada reemplazará la elaboración casera, el calor del fuego en las mejillas, la frescura del agua del pozo, la suciedad de la tierra virgen, la libertad del aire en la cara, el canto de los pájaros incrustado en el alma de las conversaciones…

     Por eso es gratificante observar la puesta de sol, solamente allí se encuentra el universo de la palabra, de lo otro, del pasado, los aromas más nítidos de la infancia. Allí será bueno encontrar la figura insustituible de la mujer, tan casera como la comida, el pan, el amor en la mesa familiar… La mujer, allí dibujada en la onda cárdena del sol, escondiendo su rostro, pero mostrando el abrazo para cobijar atardeceres, para no morir, para ser siempre el ciclo de la vida.



Oda al atardecer

Barrunta el pájaro su canto
al lucero de la tarde.
En los andenes de la historia
el pueblo se detiene a contemplar
los andrajos del verano.


Otra vez el pájaro
deja en el algarrobo las estrellas,
y desde el repulgue circular
de las nubes
se incorpora el molino
para extraer agua de los vientos
y acariciar los peces del estanque.


El sol, desnudo de pasiones abrasantes,
deposita su rubí en la maraña de los nidos,
desdibuja con ternura
el alma de los días…


Cuatro palomas del campo
arrullan el amor…
Las cíclicas zalemas
alargan el aliento de las horas.


Oscurece en occidente,
la estría de una nube
me permite divisar
el otro lado del mundo.



Prof. Elbis Gilardi
E-mail: elbisgilardi@brinet.com.ar